El abuelo enamorado

La semana pasada volví a encontrarme con él por una de esas casualidades peregrinas que ahora no vienen al caso. No le veía desde la primavera de 2009, cuando tenía que madrugar para poder conseguir tres asientos contiguos en el tren. Con mis hijos de la mano, nos cruzábamos todas las mañana a la altura de una casa que fue de Ramón y Cajal, justo al lado del Museo de Antropología. Le hacía gracia la cara de dormidos que teníamos y las prisas que llevábamos. Por eso siempre nos regalaba una sonrisa y nos daba los buenos días tocando con sus dedos el filo de su gorrilla.

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Solo en una ocasión nos encontramos al anciano por la tarde. Estaba siendo una jornada bastante calurosa y decidí dejar parte de mi trabajo para el día siguiente. Tras dos semanas de lluvias intensas, por fin iba a disfrutar de un buen rato con los niños en el Retiro. Al salir de la estación oímos cómo nos llamaba. Estaba tomándose un helado mientras hablaba con el quiosquero. Quería que nos acercásemos. Me preguntó si podía invitar a los mellizos más tempraneros de Atocha, así que nos sentamos los cuatro en un banco. Fue entonces cuando me contó lo de su genoma. En realidad me habló de uno solo de sus genes, pero con dos helados derritiéndose sobre los uniformes de la guardería no pude prestarle toda la atención que merecía.

El gen era un retahíla de letras y números, algo así como hache te erre uno a. Que se escribiera en cursiva parecía ser un detalle muy importante para el anciano. Hacía muchos veranos, una joven madrileña había pasado las vacaciones en su pueblo y se habían enamorado como lo que eran, dos adolescentes. Pero esa fascinación por vivir le duró solo hasta septiembre, cuando le diagnosticaron la mutación. Parece ser que una muy mala. Lo que en principio era un problema con la tensión arterial acabó inesperadamente en la imposibilidad de enamorarse. Según la explicación del doctor, por mucha serotonina que su cuerpo produjera, su mutación impedía que funcionara. Y el resto de su vida, efectivamente, transcurrió sin enamorarse de nadie. Por eso vino a Madrid: a buscar a quien había sido su único amor. Desde entonces, todos los días recorre las calles y los parques de la capital con la esperanza de encontrarla. Trabajó siempre en el mismo taller porque le daban las tardes libres. Eso sí, quienes más ayudaron fueron los genetistas de la Complutense. Aunque no tenían ni idea de cómo arreglar su mutación, siempre encontró entre los estudiantes del laboratorio los ánimos necesarios para seguir buscando a Julia.

Más que la fe que tenía en la ciencia, admiro el tesón con el que seguía recorriendo las calles de Madrid. El sonido de sus zapatos arrastrándose sobre la acera delataba el cansancio de un cuerpo que ya no podía seguir el ritmo que le pedía su corazón. A pesar de ello, no había señal alguna de desesperanza en su rostro. Para él, pararse a observar a cualquier mujer que tuviera cierto parecido con ella era evitar que su investigación quedara inacabada. Encontrar a Julia era el experimento definitivo que confirmaría su hipótesis. «Si puedo volver a estar con el amor de mi vida, demostraré que la función de ese gen no es la que los médicos dicen».

Al acabarse los helados le tuvimos que dejar y nos fuimos a jugar un rato a los columpios, como si nuestra vida fuera a seguir igual. Sentado a la sombra de un pino, recuerdo pensar que su hipótesis era correcta y que alguien debería estudiar para qué sirve realmente ese gen. El brillo de sus ojos y la alegría de su voz cuando hablaba de ella dejaban bien claro que seguía estando enamorado de mi madre.