El baúl de los juguetes está cada vez más vacío porque sus nietos ya son mayores y la dichosa diabetes le impide salir a la dehesa. Eso sí, retiene sin esfuerzo en su memoria el nombre de cada niño y el juguete que se ha llevado.
Ha pasado la tarde sentado junto al olmo y los chavales le han traído un grillo, un par de saltamontes y algún escarabajo. Goza de un placer casi culpable: un insecto, un juguete. Al menos, se dice a sí mismo, vivo en uno de esos pueblos que aún tienen niños.
Juguete a juguete, su pollo de cernícalo sigue creciendo.