Desde los antiguos griegos hasta bien entrado el siglo XIX todo el mundo creía tener muy claro que los aires pestilentes de los pantanos eran los causantes de la malaria («mal aire» en italiano). Sin embargo, a finales de la década de 1870, Louis Pasteur y Robert Koch empezaron a darse cuenta de la existencia de bacterias causantes de enfermedades y los científicos se dispusieron a buscar los culpables de todas las enfermedades de las que fueron capaces. De este modo, los microbiólogos Corrado Tommasi-Crudeli y Theodor Albrecht Edwin Klebs aislaron una bacteria en las Lagunas Pontinas, Bacillus malariae, sobre la que cayó el dudoso honor de ser la causante de la malaria endémica de esa zona al suroeste de Roma.
Pero en noviembre de 1880, Charles Louis Alphonse Laveran vio con su microscopio (a 400 aumentos) que dentro de los glóbulos rojos de un enfermo de malaria había unos gránulos redondeados que tenían algo así como unos flagelos que se movían. Según sus propias palabras, eran «células pigmentadas, redondas o curvadas en forma de media luna, que se mueven como amebas». Como explica Irwin Sherman a The Scientist, con un microscopio como el de Laveran no se pueden ver los flagelos de las bacterias, así que lo que estaba viendo tenía que ser un animal.
Bautizó a este pequeño animal como Oscillaria malariae, siendo el primer caso descrito de un protozoo causante de una enfermedad. Pero estábamos en pleno boom de la teoría microbiana de la enfermedad y casi nadie le creyó. Para poder convencer al resto de científicos se puso a examinar cientos de muestras de sangre de personas con y sin malaria. Como cabe esperar (ahora en 2017), solo encontró estos pequeños protozoos en los enfermos de malaria.
Finalmente, llegó a convencer a los mismísimos Pasteur y Koch y aunque no fue capaz de descubrir cómo se transmite la malaria, en 1907 recibió el Premio Nobel en Medicina «en reconocimiento de su trabajo relativo al papel desempeñado por los protozoos en el origen de las enfermedades».